Opinión

La figura de Saadi: ni prócer ni demonio

Pocos personajes de la política han sido tan controversiales como Ramón Eduardo Saadi. Fue amado y odiado por igual.
Por Marcelo Sosa

Pocos personajes de la política han sido tan controversiales como Ramón Eduardo Saadi. Fue amado y odiado por igual. Los peronistas “orgánicos” no lo veían como el sucesor de su padre, Vicente Leonides, en su faceta de político sagaz y hábil, sino como un hombre simple, a veces ocurrente y carismático, y siempre propenso a los excesos. En el otro extremo, radicales y peronistas rebeldes lo consideraban farsante, corrupto e intelectualmente mediocre. Y, sobre todo, un político sin clase, en el más fiel sentido oligárquico del término.

El justicialismo de los ’80 tuvo a Ramón como referente excluyente incluso después de su salida del poder, tras la intervención federal de 1991 dispuesta por Carlos Menem bajo la presión del crimen de María Soledad Morales.

Durante una década el peronismo no pudo romper la inercia de Saadi-candidato a gobernador. Pese a las sucesivas derrotas a manos del Frente Cívico y Social, el peronismo insistía con Ramón. O, mejor dicho, Ramón no permitía que surja nada nuevo. El PJ era su sello personal. Y cuando lo perdió en una elección interna, formó su propio partido para seguir intentando el ansiado regreso reivindicador. Nunca sucedió.

La horrenda muerte de la adolescente María Soledad fue su propia sepultura política. Pese a que la Justicia condenó a Guillermo Luque, uno de los denominados “hijos del poder”, por puros indicios y sin pruebas concluyentes, la figura de Saadi quedó estigmatizada como símbolo del feudalismo autoritario y retrógrado. No muy diferente, por cierto, al que gobernaba entonces en otras provincias con apellidos que aún siguen vigentes. La gran diferencia fue que los otros “señores feudales” no tuvieron un crimen de estas características.

Ramón Saadi recibe a Carlos Menem en una visita a Catamarca.

Ni Ramón, ni mucho menos sus hermanos, lograron jamás parecerse a Don Vicente en su estilo y carácter, tanto al frente de la gobernación como cuando fue senador y presidente de la estratégica Comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara alta. Mientras Vicente establecía distancia e imponía respeto, Ramón era todo lo contrario: apreciaba rodearse de obsecuentes, la gente lo tuteaba –para muchos era simplemente “El Negro”-, se burlaba de propios y ajenos y le gustaban demasiado las fiestas y sus añadidos; al fin y al cabo, había debutado como gobernador a los 34 años.

En lo estrictamente político, Ramón aprovechó al máximo todas las ventajas que le dio el poder hegemónico. La más recordada fue la reforma parcial de la Constitución provincial en 1988 que estableció la reelección indefinida para cargos ejecutivos, contra la airada resistencia de la oposición.

Por otro lado, en su gobierno Saadi creó la comisión de Derechos Humanos y de Violaciones de Normas Penales, medida que fue aplaudida por los sectores afectados por la represión del régimen militar. Por lo demás, su paso por el sillón de Casa de Gobierno estuvo jalonado por medidas de corte populista, como los rimbombantes anuncios de pases a planta permanente de empleados públicos o los aumentos salariales.

No fue el prócer ni el líder sabio que el peronismo saadista pretendió transmitir a la comunidad como legado para Catamarca. Pero tampoco el perseguidor nazi de opositores y disidentes, como sus detractores instalaron en la opinión social. Una demonización que, sin embargo, se impuso con éxito por efecto de los factores de presión y poder que dominan el país.

Ni político ilustre ni tirano. Ramón Saadi fue, quizás, un producto social emergente tras siete años de plomo en una Argentina que empezaba a reconstruirse.