Víctor Javier Quinteros, convencional nacional de la UCR y presidente del sector La Causa Argentina Catamarca, se refirió al Regimen de Incentivo a las Grandes Industrias y lo comparó con la taquillera película basada en un hecho real, Titanic. Compartimos la opinión completa a continuación:
Así en el cine como en la política: Titanic y el RIGI
A mediados de los 90, el director y guionista James Cameron convenció a la 20th Century Fox en poner una millonada de plata para financiar una película sobre la historia que lo había atrapado por años: el hundimiento del Titanic. Los gerentes de la industria hollywoodense lo pensaron varias veces porque los recursos a emplear en la producción eran monstruosos y aunque la historia tenía el atractivo de un potente relato casi bíblico (la idea del hombre que pretende superar a Dios y termina en tragedia), se trataba también de un hecho real, un suceso histórico muy conocido, llevado a la pantalla en otras oportunidades y, por lo tanto, era una trama revelada de antemano. Un soberano spoiler en el que todos sabían el argumento y el final: la construcción del barco más lujoso y poderoso de todos los tiempos, que “ni Dios podía hundir”, pero que terminó en el fondo del mar tras chocar con un iceberg en su primer viaje. Entonces surgía la duda: ¿Tendría taquilla para recuperar semejante gasto aquella historia real tan conocida hasta en sus mínimos detalles?
El arte del cine y Cameron hicieron su trabajo, insertando tres personajes de ficción y una historia de amor. La bella Rose (Kate Winslet) está obligada a casarse con Caledon “Cal” Hockley (Billy Zane), el hombre adinerado que no ama, pero entonces aparece Jack Dawson (Leonardo Di Caprio), el muchacho pobre, aventurero, que apenas viaja en tercera categoría y logra enamorar a la hermosa por esas vueltas del destino. Tan buena salió la apuesta que el público masivamente aclamó la obra de 1997, disfrutó la trama hasta el final y no pudo evitar la congoja de aquella épica escena del naufragio en la que Rose flota sobre una tabla mientras Jack, aferrado a la mano de su amada pero con el cuerpo en el agua helada, se congela, muere y se escurre entre los dedos para hundirse en el océano, antes que llegaran las embarcaciones de rescate.
Con el público tan afecto y necesitado de los finales felices, hasta el día de hoy se le reclama a Cameron no haber “salvado” a Jack, haciéndolo subir a la tabla, mientras que el millonario Hockley zafa cómodamente en un bote salvavidas. El cineasta lo explicó varias veces, incluso con argumentos científicos, hasta que un día se cansó y dijo que bien pudo haber salvado al personaje de Di Caprio pero que se trataba de cine y la escena así resuelta era una razón poderosa del éxito comercial de la película. Fue lo más cauto posible para decir una verdad tan obvia: que el Hollywood de los finales felices ya no importaba, que la vieja máquina de sueños americanos (con democracia, progreso y felicidad para todos) se había despojado de estos y solo se enfocaba en hacer guita. Titanic fue y será una de las películas más taquilleras de todos los tiempos y uno de los mejores negocios de la industria cinematográfica hasta hoy.
Por aquellos años 90, realidades y ficciones se entrecruzaron en la política argentina. Es lo que pasó con la historia de las grandes inversiones que cambiarían el país. Precisamente, la ley de inversiones mineras fue el gran título de la iniciativa que iba a “contribuir a que la Cenicienta de la actividad económica argentina pueda convertirse en un nuevo horizonte de esperanza de desarrollo económico y social para nuestro país” (textual de la primera frase del debate en diputados que tuvo aquella ley). La historia se basa en el conocido argumento de otorgar ventajas promocionales para grandes grupos económicos extranjeros en orden a satisfacer la necesidad de dólares de nuestra economía y motorizar los sectores productivos que darán prosperidad a la bella Argentina y desarrollo a sus más necesitados habitantes. La incontrastable realidad fue que aparecieron muy buenas inversiones para un sector deprimido (y a partir de entonces reconvertido), que generó algunas fuentes de trabajo y muchos beneficios para los inversores, pero aquello no alcanzó: Argentina cuenta ahora con algunas cicatrices de pasivos ambientales, sigue estancada y en decadencia, mientras que sus habitantes engrosan índices de pobreza. El desarrollo prometido no hecho raíz, ni en los pequeños alrededores de los grandes emprendimientos.
Podríamos parafrasear a los publicistas, diciendo: “de los creadores de La Ley de Inversiones mineras, ahora llega el RIGI”. La continuidad ideológica es incuestionable, el argumento es el mismo y el papel de los personajes no difiere. Entonces, ¿podría esperarse otro final? La respuesta negativa es inevitable, y solo pueden creer en un desenlace distinto los muchos ilusos que no vieron esta película o los tantos necios que se empeñan en olvidarla y repetirla. Lamentablemente, al igual que el cine, el arte de la política se alejó de los finales felices, porque el papel de los guionistas está cooptado por quienes predican la misma razón económica, la necesidad de hacer plata para los que ya la tienen sin importar más nada.
No es casualidad que se atribuya el texto básico del RIGI a los estudios representantes de los inversores a quienes se les aseguran, exclusivamente, los beneficios contantes y sonantes. Se trata de un efecto de la globalización que ya explicó el filósofo del derecho español Juan Ramón Capella: es la lógica de la lex mercatoria contemporánea establecida por los grandes agentes económicos, con independencia de los poderes públicos.
Con el RIGI sancionado a nivel nacional, les queda a las provincias, en los escasos intersticios sobrantes del poder estatal, intentar torcer la historia hacia un final feliz. Es una tarea que necesariamente debe afrontar la política y sus ejecutores si no quieren seguir desbarrancándose en la pendiente de hastío que le dispensa la sociedad ante los repetidos fracasos. Así, la política y los políticos provincianos están llamados a considerar lo que el público le reclama permanentemente a Cameron: que suba al pobre Jack a la tabla de salvación y pueda disfrutar con Rose el amor que se declaman recíprocamente. En el caso de nuestra repetida historia de subdesarrollo, se trata de orientarnos a concretar el viejo idilio entre la patria y su pueblo. Es imprescindible pensar más en el necesitado y ofrecerle alternativas, estableciendo de mínima la obligación para los inversores de generar trabajo local o desarrollo de encadenamientos productivos regionales con inserción virtuosa de conocimientos y tecnología, además de sustentabilidad ambiental. De lo contrario, el millonario volverá a escaparse en el bote, dejando atrás a la bella, mientras el desventurado se hunde.
A fin de cuentas, la película del Titanic y el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones tal como están planteadas tratan de lo mismo: sobre los peligros de la arrogancia y la superioridad de los poderosos.