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Mercado o Estado: la falsa dicotomía

Uno de los problemas más críticos que afectan a los países subdesarrollados en crisis dentro del sistema capitalista en que vivimos, no es la falta de conocimiento de las normas y reglas básicas del sistema a nivel social, de que todo lo que se quiere lograr tiene un costo que hay que pagar, sino de los efectos colaterales que conlleva la aplicación, de “arriba hacia abajo”, o sea desde el poder, de teorías de salvataje macroeconómicas originadas en otras realidades nacionales o continentales, a países como el nuestro, históricamente inestable, en permanente transición y sin un modelo sólido de desarrollo de diseño propio.

Nos referimos a la teoría que define la “economía de mercado” o más simplemente “el mercado”, hoy propuesta como remedio a la actual crisis económica, intención política que pasa por alto el hecho de que, según los medios, el 50% de la población está en la pobreza y el 40% de los que trabajan lo hacen “en negro”, dentro de una estructura empresarial acostumbrada a cobijarse, no en la libre competencia como manda esa teoría, sino en los amigos de la política y los recursos del Estado. Ahora bien, ¿podría una sociedad con estos conflictos estructurales en el plano económico jugar dentro de las crudas reglas de la “oferta y la demanda”, sin caer aún más en su nivel de vida?

Creemos que no. Pero aclaremos que esto no quiere decir que las medidas monetarias aplicadas hasta ahora para subsanar la economía vayan a fallar en su objetivo de bajar la inflación y mejorar otras variables macroeconómicas. Sin embargo, el éxito en esos campos no implica ni garantiza que la sociedad vaya a llegar automáticamente, por virtud de la doctrina económica aplicada, a una vida de plenitud económica de forma automática, porque para ello también hace falta una sociedad culturalmente madura que sepa cómo moverse dentro de la dinámica regida por las leyes de la “oferta y la demanda”, un sistema donde el “todo vale” es la regla, siempre y cuando se tenga dinero. Obviamente, nuestra realidad social no garantiza esa holgura financiera.

Esta situación que, a nuestro entender, va a definir la suerte que le espera a los planes de gobierno nos obliga a recordarle a todos los políticos, especialmente a los aspirantes a “salvadores de la patria”, una máxima histórica que establece que, para que un cambio a nivel político tenga éxito, debe nacer de abajo hacia arriba, no al revés. Esto quiere decir que, si ahora se pretende que la sociedad funcione dentro de las reglas de la “oferta y la demanda”, los valores culturales de la sociedad ya deberían haber sido parte de esos valores económicos, aun antes de que el gobierno pretendiera implementarlos.

Obviamente, esto no es así. Creer que a una sociedad como la nuestra, acostumbrada a la dinámica de un estado omnipresente e influenciado por líderes carismáticos muchas veces demagogos, se le puede imponer y exigir de golpe una mentalidad propia de hombres de negocios en nombre de las reglas de mercado, es una ingenuidad, un infantilismo. Pareciera que algunos líderes actuales de nuestro país no solo no se han enterado todavía por qué eventos históricos como la Revolución Francesa de 1789 terminó en un desastre que recién se subsanó definitivamente con otra revolución en 1848, mientras otro con la misma situación social como Inglaterra terminó con este país como dueño del mundo en el siglo 18 y 19, sin ninguna revolución ni guillotina de por medio.

Veamos de qué se trata. Vamos al origen de la teoría, a la Universidad de Chicago allá por los años de 1950, cuando el principal mentor de la idea, Milton Friedmann, inició la cruzada por la Economía de Libre Mercado que hoy vuelve a encontrar su territorio de prueba en nuestro país.

El mercado y sus estrategias

Aclaremos que cuando nos referimos a “el mercado” o a una “economía de mercado” nos referimos a las corporaciones que lideran la producción, el intercambio y las finanzas, más todos los arreglos, mecanismos y prácticas que definen el precio de lo que se ofrece, o sea de la oferta y la demanda, y permiten y facilitan la compra y venta de cosas y dinero. Por lo tanto, el precio de un producto a nivel social no surge más de la negociación entre un comprador y un vendedor aislado, sino del acuerdo entre empresas, sindicatos, proveedores, transportistas, regulaciones, impuestos, etc. Obviamente, en otros rubros mayores como los producidos por la industria a nivel nacional e internacional, el precio de un objeto es el producto de un acuerdo a nivel oligopólico. Como ejemplo permítaseme mencionar que un celular fabricado en China y vendido en el mundo tiene componentes producidos en 18 países diferentes; que 12 compañías fabricantes de automóviles controlan la producción del 75% de la producción mundial. Mas cerca, que 6 empresas cartelizadas sean dueñas del sistema de las prepagas de atención medicas o que cinco, Cargill, Continental, André, Bunge y Dreyfus dominen el mercado cerealero argentino. Por lo tanto, no hay libre comercio, sino acuerdos entre corporaciones para manipular el intercambio (oferta y demanda) influenciando la demanda y definiendo precios para sacarle el mayor beneficio posible al mercado nacional y mundial.

Este control se proyecta también al futuro a través de la llamada “planificación estratégica” con el fin de reducir riesgos a nivel mundial, estudiando la situación social y política de nuestros propios países. Ante esta realidad, nada más ingenuo que creer que nuestros estados nacionales puedan esconder sus problemas como para pretender negociar de igual a igual con las grandes corporaciones multinacionales. Como lo mencionamos hace unos días atrás, esta realidad contribuyó con su parte al sacudón que sufrió Vaca Muerta, cuando la Compañía Petronas, una de las mayores del mundo en la industria de la licuefacción del gas natural, se hizo a un lado del acuerdo que tenía con YPF.

Un poco de historia: el individuo ante el mercado

Empecemos por recordar que el intercambio, como base de las relaciones sociales, siempre existió en la historia. En tiempos antiguos primero fue el trueque entre personas, a lo que luego le siguió el pago con monedas acuñadas en metales preciosos para pagar un intercambio. Pero todo esto cambió en el siglo 18 con la llegada de la Revolución Industrial, la cual monetizó la economía en todos sus aspectos. En lo social, esto dio lugar a la creación del salario como pago por una labor cuando apareció la fábrica. A partir de ahí todas las actividades sociales se mercantilizaron y quedaron condicionadas por lo que el salario podía comprar y pagar.

Hasta ahí, la cosa fue bien, pero el problema surgió con el tiempo, cuando la mercantilización trascendió lo material para influenciar a la cultura y al propio individuo, con el fin de aumentar el consumo y generar ganancias a algunos. El problema con esta evolución de la economía que monetizó la vida social es que, si bien ella facilitó el intercambio de bienes usando el dinero, no contempló el efecto que en el plano individual y psicológico iba a tener. En otras palabras, se desestimó reflexionar sobre cómo los individuos iban a acomodar su vida, sus expectativas y anhelos ante la posibilidad de ganar dinero con su iniciativa.

En efecto, la monetización generó en el individuo la idea de que todo está al alcance de la mano, de que todo se puede comprar y vender, lo cual ha obligado al mismo individuo a verse como un bien negociable y a ponerse un precio. En otras palabras, a tener que asumir que su capacidad de sobrevivencia o éxito personal en la vida es parte de la oferta y la demanda, la cual decidirá su suerte.

Esta situación ha trastocado la relación del individuo con su entorno personal, porque lo ha llevado a asumir riesgos irrazonables, a sobrestimar su capacidad y a creer que todos sus méritos salieron de la nada y no del contexto social en el cual nació y creció. Cree que su trascendencia mediática es permanente, lo cual lo lleva a vivir más allá de sus medios para mantener su imagen y no perder su valor de mercado. Este proceso ha transformado al individuo en deudor de sí mismo, al tener que hipotecar su vida para comprar el reconocimiento social.

Así sigue hoy la relación entre el individuo y el dinero, aunque peor, porque ahora no solamente se fomenta la comercialización de la vida individual y social (Gran hermano), sino que ahora se tiene a mano el desarrollo tecnológico que, lejos de ponerle límites a sus ansias y anhelos, al contrario, lo impulsa para ir más lejos sin ninguna restricción de tipo moral. Nos referimos obviamente a las plataformas digitales, gracias a las cuales el intercambio se despersonalizó, es anónimo y puede alcanzar a todo el planeta. Los amantes de tik-tok y los/las “influencers” saben de qué hablamos.

El consumismo

Así llegamos a este presente en que la visión mercantil del individuo y la sociedad queda encuadrada en una visión en que todo se puede comprar y vender. La manifestación más aberrante de esta conducta descontrolada es el consumismo, la teoría que promulga equivocadamente que, a mayor consumo, mayor felicidad, lo cual lleva a ver todos los aspectos de la vida como una mercancía y al dinero como base del orden social: tanto tienes, tanto vales.

Sin embargo, no se debe olvidar que la adicción personal al consumo no le garantiza estabilidad a nadie, porque tampoco el sistema económico que lo facilita es estable, al depender de factores independientes a él. Esa inestabilidad del sistema, probada por las constantes crisis en que caen los países incluso los más desarrollados, hace que la suerte de quien se deja arrastrar sea como una moneda de dos caras, que si sale mal puede llevar al emprendedor y a quienes dependen de su iniciativa personal al fracaso y la ruina. Aquí conviene recordar la crisis de las hipotecas de 2008 en los EE.UU., que dejó a millones en la calle cuando no pudieron afrontar sus créditos hipotecarios bancarios, firmados a bordo de intereses variables. Lamentablemente, cuando esto sucede, es el Estado el que tiene que acudir al salvataje. Valga esta mención para recordar la importancia del Estado en los momentos de crisis.

La mercantilización de la vida social

El recurso básico para impulsar una “sociedad de mercado” es mercantilizando la cultura a través de los medios y la propaganda comercial a través de todos los medios de comunicación: la televisión, las computadoras, los celulares, los grandes avisos luminosos en las calles, en los estadios deportivos, las plataformas digitales como Internet, Facebook, Google, etc., todos diseñados de acuerdo al perfil cultural de la población, a cuyos integrantes se apunta, según su edad, género, ocupación, nivel educativo, etc.

El objetivo es simple: promover conductas económicas y personales que aumenten el consumo, explotando esa parte de nuestra personalidad donde reside el anhelo y se genera la necesidad por poseer algo, con el fin de hacernos sentir bien e incorporados al medio social donde transcurre nuestra vida. Y si es con una imagen de “triunfador”, mucho mejor.

Obviamente, para ganarnos como clientes, nuestras conductas personales ya fueron investigadas desde las usinas del “marketing”, con el fin de hacer negocios y ganar dinero. Si este estudio muestra un mercado débil ante el consumo, aparece la propaganda comercial para mostrarnos las bondades de las tarjetas de crédito, la necesidad de cambiar innecesariamente el celular cada año, la de estar a la moda para no ser rechazado por los amigos, la de usar ropa de marca para vender una imagen, etc.

Sin embargo, esta operatoria no termina en el plano individual, sino que abarca también a los aspectos culturales de una sociedad, para transformarlos en un negocio. En el mundo del deporte tenemos un ejemplo claro. Hoy es difícil negar que el fútbol no sea otra cosa más que un negocio millonario. Que ahora se quiera transformar a los clubes en Sociedades Anónimas para dejar de ser clubes de barrios, como era antes, lo demuestra.

Hoy, la finalidad social de un deporte para ayudar en la formación del carácter en un niño ha terminado, para transformarse en una carrera deportiva. El éxito y la fama de un jugador alimentará el mercado de venta de jugadores y hará millonario a los clubes que tengan sus derechos. La existencia y expansión de las grandes ligas de fútbol en todo el mundo demuestra el cambio cultural que ha sufrido este deporte que, de un humilde entretenimiento barrial ha saltado a ser un negocio mundial.

El rol del Estado

Los problemas asociados al desarrollo de una sociedad de mercado, la sociedad del “todo vale”, solo se pueden neutralizar y evitar si en el medio se tiene la presencia de una institución pública que no funcione desde una lógica mercantil y se guíe en sus funciones por motivaciones completamente distintas a las del consumidor y el consumista. Esa entidad es el Estado, porque es el único que puede restaurar el equilibrio social imponiendo lógicas no mercantiles, que aseguren reglas de juego justas para todos. El Estado lo puede hacer porque su lógica nace de la evolución histórica de la sociedad humana que inspiró su fundación para servir a toda la comunidad y no a los intereses de reyes, dictadores o políticos de turno. Ahora bien, ¿está el Estado, desde su estructura actual de funcionamiento, cumpliendo con este objetivo?

Lamentablemente, en los Estados nacionales actuales, su estructura ha sido puesta al servicio de factores de poder que, actuando en base a teorías y visiones propias e inescrupulosas, han puesto a la sociedad al servicio de ellos a través de la apropiación del mismo. Esos poderes en la sombra llegaron en muchos casos al control del Estado legalmente, a través de elecciones, aunque la falta de conocimiento general entre el electorado le quite limpieza intelectual y moral a ese logro. Como ya se sabe, los instrumentos para materializar ese logro fueron y siguen siendo los medios tecnológicos, a través de los cuales los dueños del poder económico manipulan la información para convencer con datos falsos a una población mal informada. Lamentablemente, esa es la realidad que se impuso a lo largo del siglo 20 y lo que va de este siglo 21, realidad que sigue malversando los fines de los Estados nacionales para ponerlos de espaldas a la sociedad que les da entidad.

Creemos que nuestro país no ha sido ni es la excepción a esta debacle histórica. La realidad de estos días demuestra que el divorcio entre la economía y la sociedad es real. El avance de la pobreza así lo indica. En una sociedad justa, la dicotomía entre el Estado y la economía no existe, porque lo económico debe estar siempre al servicio de la sociedad, no al revés.

Rodolfo Schweizer

Especial para INFORAMA

Octubre 2024

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